Jueves por la noche. Un restaurante elegante en el centro de la ciudad. Las luces tenues, el murmullo constante de las conversaciones, el clink de copas brindando. Yo, con mi vestido aperlado de tirantes delgados, y él —mi esposo— frente a mí, en camisa blanca y blazer, bebiendo vino con esa media sonrisa que conozco tan bien. Esa que significa: “Hoy eres libre”.
Hacía semanas que no teníamos una noche así. No porque nos faltara pasión —todo lo contrario—, sino porque nos gusta saborear el deseo lentamente, en juegos que solo nosotros entendemos. Y esta vez, lo sabíamos desde que entramos: el escenario era perfecto.
—Creo que ya encontraste a tu presa —me dijo en voz baja, mientras yo no podía evitar mirar al mesero que nos atendía.
Era joven, de esos chicos que aún no saben lo atractivos que son. Moreno, mirada intensa, cuerpo marcado por el trabajo y una torpeza encantadora al hablarme. Desde el primer contacto, sus ojos se quedaron un segundo más de lo debido en mi escote. Y en sus manos, el pulso parecía temblar cuando se acercaba a dejar la botella o tomar la orden.
—Se te queda viendo como si fueras su pecado favorito —añadió mi esposo, bajando su voz aún más—. ¿Quieres jugar?
Lo miré, mis labios se curvaron despacio.
—¿Estás seguro?
—Ve.
Así de simple. No necesitábamos más palabras.
Esperé el momento justo. Me levanté con calma y me dirigí al baño. El pasillo estaba semioscuro, silencioso. Me metí sin prisa y dejé la puerta apenas entornada. Y, como esperaba, no tardó en entrar él.
—Señorita… disculpe, yo…
Me giré lentamente. Su voz temblaba, pero sus ojos estaban llenos de fuego.
—Shhh… —lo silencié con un dedo en sus labios—. Solo sígueme el ritmo.
Me acerqué a él con la seguridad que da saberse deseada. Lo atraje hacia mí y lo besé, directo, sin pedir permiso. Su aliento era cálido, un poco acelerado, como si no pudiera creer lo que estaba sucediendo. Lo empujé suavemente contra la pared, mis manos bajando por su pecho mientras su cuerpo reaccionaba con una urgencia deliciosa.
Mis labios buscaron su cuello mientras mis dedos desabotonaban su pantalón. No tardé en sentirlo —duro, firme, palpitante— y sonreí contra su piel.
—Estás listo… —susurré.
—Desde que entraste —respondió, con una sinceridad que me encendió aún más.
Me giró con torpeza, pero con hambre, y me apoyó contra el lavamanos. Sentí el frío del mármol en los muslos mientras él subía mi vestido con manos temblorosas. No llevaba ropa interior. Lo notó y se quedó quieto por un segundo.
—¿Siempre sales así?
—Solo cuando sé que va a pasar algo interesante.
Sus dedos se deslizaron entre mis piernas, tanteando con una mezcla de curiosidad y deseo salvaje. Estaba húmeda, más que lista. Él lo supo. Me giré hacia él de nuevo, lo besé mientras su miembro buscaba la entrada. Lo guié con mi mano, lo miré a los ojos y me dejé llenar.
El primer empuje fue suave… pero profundo. Sentí cómo su cuerpo se estremecía. Apoyó su frente en mi hombro, intentando contenerse. Pero yo no quería contención. Quería que me tomara como nunca había tomado a nadie.
—Más fuerte —le ordené, casi en un susurro—. No pienses. Solo hazlo.
Y lo hizo. Sus embestidas se volvieron más rítmicas, más intensas. Mis manos se aferraron al borde del lavabo mientras mis caderas lo buscaban con la misma avidez. Cada vez que chocábamos, un gemido se me escapaba de los labios. El sonido del sexo llenaba el baño. Sudor, jadeos, piel contra piel.
Él me agarró por la cintura con fuerza, como si necesitara afirmarse en algo real. Yo cerré los ojos y dejé que mi cuerpo lo recibiera todo. La sensación de estar abierta, disponible, deseada, me llevó al borde. Y justo antes de llegar, lo sentí: sus gemidos tensos, su cuerpo estremeciéndose, el calor derramándose dentro de mí. Y eso… eso fue suficiente para que yo también cayera.
Lo abracé un momento. Su respiración agitada en mi cuello. Mis piernas temblaban. No dijimos nada. No hacía falta.
Me arreglé el vestido con calma. Me miré al espejo. Labios rojos, mejillas encendidas, ojos brillantes. Me sentía poderosa. Radiante. Viva.
Cuando regresé a la mesa, mi esposo ya tenía una nueva copa servida para mí. Me miró en silencio. Esa mirada que solo él tiene. La de orgullo, deseo y complicidad. Como si acabara de ver cómo su fantasía se hacía real.
—¿Todo bien? —preguntó, sin ironía.
—Delicioso —respondí, tomando un sorbo de vino—. Como siempre.
Esa noche no hablamos más del tema. No hacía falta. Lo que ocurrió en ese baño viviría en nuestras miradas, en nuestras caricias, en nuestra cama… por muchas noches más.
Reservado para dos… servido para tres