HotWife, por primera vez.

Mi nombre es Eva, tengo 31 años, mido 1,55 mts., soy delgada, de tez pálida, ojos color miel, y me tiño el pelo de colores fantasía. En este momento lo llevo en un tono goldrose. No tengo mucho busto, 82 cms., pero son naturales, muy suaves, blanditas, con mucho movimiento y unos pezones rosados muy sensibles al tacto. Mi cintura es pequeña gracias a mi contextura, unos 59 cms., y mi gran orgullo es un culo redondo y parado, trabajado arduamente tanto en casa como en el gimnasio, de 100 cms. Una delicia a la vista. Bueno, esta es mi historia, de cómo me inicié como una sumisa hotwife junto a mi pareja.

Este tema de ser una hotwife o participar en un trío con otro hombre nunca fue de mi agrado. Más joven ya me habían hecho el ofrecimiento y siempre fui reacia. Soy muy fiel cuando me comprometo y eso me dificulta experimentar con más personas. Con mi pareja es otro cuento: hacemos lo que se nos ocurre y somos muy intensos a la hora de intimar; mucho beso, mucha saliva, juguetes, dedos, golpes y un largo etcétera, por lo cual nunca pensé en otras personas. Sin embargo, mi pareja siempre decía en forma de broma (o quizás no tanto) que le faltaban manos para darme más placer. La cosa es que, en un viaje de negocios que me tocó hacer fuera del país, él me empacó unos juguetitos que se manejan a distancia (la vibración, el calor) y me dijo que con eso nos divertiríamos estando lejos.

En una de tantas videollamadas, hizo que usara ambos juguetes al mismo tiempo, mientras él controlaba la intensidad con la que vibraban dentro de mí. Aprovechó para decirme cosas sucias (algo que siempre hacemos), pero esta vez empezó con el tema de “más manos, más penes, más placer”, lo cual me molestó un poco porque invadía nuestra intimidad. Después de terminar nuestra rutina de videollamada, le comenté en el chat que eso me había molestado, y así terminamos ideando un escenario donde lo hacíamos con otra persona, otro hombre para mí. La verdad es que me terminó entusiasmando, y me empezó a gustar la idea de todo lo que él me decía que podríamos hacer, con él guiando y llevando la velada a su antojo.

Sin alargar más el asunto, quedamos en que lo intentaríamos. Ahora estaba el tema de elegir a un candidato, lo cual yo veía complicado, pero mi esposo, muy optimista, me decía que cualquiera estaría feliz de poder cogerse a una mujer como yo. Así que no le di más vueltas y comenzamos la búsqueda por una aplicación de citas. Subimos fotos juntos y algunas sexys que suelo tomarme. Me gusta creerme modelo y waifu (a veces hago cosplay) en redes sociales, y mi marido fotógrafo me ayuda mucho en eso. Así que, de un momento a otro, llegó el indicado: Héctor.

Héctor era un caballero de la edad de mi esposo (40 años), experimentado como «single» (hombres que toman su papel de un tercero en estas dinámicas de hotwife), alto, robusto, no musculoso de gimnasio, más bien grandote, con manos grandes, cabello corto, una barbita puntiaguda, con su pancita que lo hacía ver más imponente. Bien vestido y con buen aroma.

Quedamos en vernos en un bar para tomar unos tragos. Nos conocimos en persona, y al poco rato (ya estaba ansiosa) nos fuimos a nuestra casa. Ambientamos el living; movimos el sofá, corrimos la mesa y dejamos un espacio semiabierto con la alfombra desocupada en el centro y el ventanal a un costado para que entrara la luz de la luna. Una pequeña mesa para apoyar las copas, más nada; eso, luz tenue y una música de fondo para amenizar.

Una vez acomodados, les serví a mis hombres un trago más. Le dije a mi esposo que iría a nuestro baño a arreglarme y bajaría de inmediato (nuestra habitación y baño están en el segundo piso). La escalera está a un costado del living y es de esas que solo tienen el barandal y los escalones, no es una estructura sólida.

Yo llevaba puesta una blusa blanca y un suéter en la parte de arriba, y una minifalda negra con una franja blanca y medias liguero con zapatos de tacón. A la más mínima posición, la faldita dejaba ver todo lo que había debajo, así que subí las escaleras meneándome de un lado a otro y sosteniendo la falda por un costado. Antes de llegar arriba, miré por sobre mi hombro hacia el living, dándome cuenta de que mi plan había funcionado: ambos me miraban lascivamente de pies a cabeza, obviamente fijando sus miradas en mi culo, que se dejaba ver con el vaivén de mis caderas. Mi marido miraba con deseo lo que es suyo, y nuestro nuevo amigo, Héctor, miraba con deseo lo que le fue prometido.

En el baño no hice más que refrescarme un poco ya que estaba preparada con mi vestuario y lencería: un pequeño colaless negro transparente, y arriba nada, pues no suelo usar porque mis tetitas son pequeñas y la blusa blanca se trasluce cuando me quito el suéter.

Me armé de valor y bajé las escaleras lista y dispuesta a lo que viniera. Mi marido me miró y preguntó: “¿Lista?”. A lo que yo, complaciente, contesté: “Lista”. Apenas llegué al sofá y mi marido dijo: “Hace calor, ven para quitarte ese suéter”. Obedientemente me acerqué y me dejé besar con pasión, mientras él metía sus grandes manos por debajo de mi suéter, comenzando a subirlo. Cuando llegó a la altura de mis pechos, los presionó con la tela, y cuando el suéter salió, estas rebotaron dentro de mi blusa. Con el beso y el roce de la tela, mis pezones ya estaban duros y no tardé en soltar un pequeño gemido al sentir cuando rebotaron.

De reojo miré a Héctor y le sonreí. Mi marido me tomó por la cintura y me dio la vuelta, pegándome de espaldas contra él y de frente a Héctor, dejándole ver todo lo que hay debajo de la blusa. Con delicadeza, posó sus manos en mi vientre y comenzó a subir, tomando mis tetitas y rozando mis pezones para endurecerlos aún más. Hizo un gesto con la mano a Héctor para que se acercara, y él se levantó dejando su vaso en la mesa, quitándose su chaqueta y acercándose a mí. Giré mi cabeza, buscando los ojos de mi marido, cuando sentí una mano extra en mi cuello, tomándome por la nuca y redirigiendo mi cara en la dirección contraria, para encontrarme con una boca que buscaba la mía apasionadamente y con la cual me di un beso largo, húmedo y excitante, mientras con la otra mano Héctor tomaba mi cadera y un poco más abajo en busca de mis muslos.

Las manos de mi marido jugaban con mis pechos, presionándolos y soltándolos, mientras Héctor exploraba cada rincón de mi boca, profundo, firme, apoderándose de cada suspiro que escapaba de mis labios. Mis manos aún estaban tensas a un costado de mi cuerpo, entregada completamente a las caricias de ambos, sin poder ni querer resistirme. Sentía cómo mi cuerpo respondía, cómo mi piel se erizaba bajo el toque alternado de uno y otro. Mi conchita estaba empapada, latiendo con ansias y humedad, lista para lo que ambos decidieran hacerme.

Héctor dejó de besarme unos segundos, mirándome a los ojos con una intensidad que me hizo sentir pequeña, vulnerable. Con una mano firme en mi nuca, me sostuvo mientras su otra mano bajaba lentamente, recorriendo mis curvas hasta mi cadera, y luego más abajo, hacia mi culo. Sus dedos se clavaron con fuerza en mi carne, amasándola, disfrutando la textura de mi piel. Sentí su respiración entrecortada cerca de mi oído, el deseo emanando de su cuerpo como una energía que me envolvía.

Mi marido, observando cada reacción mía, me susurró en el oído: “¿Te gusta, amor? ¿Te gusta cómo te toca Héctor?”. Mi voz apenas salió como un susurro entrecortado: “Sí… papi…”. Apenas había terminado de responder cuando Héctor deslizó una mano por debajo de mi falda, subiendo lentamente, rozando mis muslos hasta llegar a mi colaless. Sabía lo mojada que estaba, y mis piernas temblaban al sentir sus dedos cada vez más cerca de mi centro.

Él sonrió, una sonrisa maliciosa, al notar lo empapada que estaba, y sin previo aviso, deslizó su dedo por encima de mi lencería, presionando justo sobre mi cltris. Un gemido escapó de mis labios, y mi cuerpo se arqueó instintivamente hacia él. “Eres una señorita traviesa, ¿verdad?”, murmuró Héctor, y su voz grave resonó en mi pecho, enviando una oleada de calor por todo mi cuerpo.

Mi marido me soltó suavemente y dio un paso hacia atrás, observando la escena. Desde el sofá, disfrutaba cada movimiento, cada reacción mía. Sus ojos brillaban de lujuria, como si todo esto lo estuviera excitando al máximo. Su mirada no se despegaba de mi cuerpo, especialmente del punto en el que la mano de Héctor seguía jugando con mi humedad. “Mírala, Héctor… Es toda tuya esta noche”, dijo mi esposo, con una voz entre autoritaria y permisiva, dándome a él sin reservas.

Héctor aprovechó la invitación y, sin dejar de mirarme, desabrochó su camisa, revelando su torso firme y robusto. Con cada prenda que se quitaba, sentía mi respiración hacerse más pesada, mis mejillas enrojecer. Finalmente, se deshizo de su camisa, dejándome admirar su pecho y sus brazos fuertes. Me sentí diminuta y vulnerable ante él, pero al mismo tiempo, deseaba esa sensación, deseaba ser devorada por él y mi marido.

Sin decir una palabra, Héctor tomó mi mano y la llevó hacia el bulto que ya era evidente bajo sus pantalones. Su erección palpitaba, y al tocarla, sentí su dureza, su tamaño, la promesa de placer que me esperaba. Mi boca se hizo agua, y mis ojos se elevaron hacia los de él, como pidiendo permiso, aunque sabía que ya todo estaba permitido.

Sin soltarme, Héctor comenzó a guiar mi mano, haciéndome acariciar su miembro a través de la tela, disfrutando cada roce, cada apretón que yo le daba. Mi esposo, desde el sofá, me observaba con una sonrisa aprobatoria, complacido al ver cómo me entregaba. “Esa es mi chica”, murmuró con orgullo, mientras sus ojos se posaban en mí con una mezcla de posesión y satisfacción.

Después de unos segundos, Héctor me soltó y me indicó que me arrodillara frente a él. Obedecí, sintiéndome completamente sumisa, entregada, dispuesta a complacerlos a ambos. Me arrodillé lentamente, mirándolo a los ojos, y bajé la mirada hasta su pantalón, que él mismo empezó a desabotonar. Con cada botón que se abría, la anticipación crecía en mí, y mi respiración se volvía más entrecortada.

Cuando finalmente bajó el pantalón y quedó solo con su bóxer, pude ver claramente la forma de su miembro, duro y palpitante, presionando contra la tela. Sin esperar más, lo miré a los ojos y, con una sonrisa traviesa, deslicé mis manos por sus caderas, bajando su ropa interior lentamente. Al fin, su enorme verga se liberó, y quedé fascinada por su tamaño, su grosor, por cómo parecía latir con cada segundo.

Sentí la mano de mi marido en mi cabello, acariciándome suavemente, y su voz cerca de mi oído diciendo: “Es toda tuya, amor. Hazlo feliz, haznos felices”. Eso fue todo lo que necesitaba escuchar. Miré a Héctor, tomé su miembro con ambas manos, y acerqué mis labios, depositando un suave beso en la punta, saboreando cada gota de deseo que emanaba de él.

Mis manos comenzaron a deslizarse a lo largo de su longitud, acariciándolo con delicadeza al principio, explorando cada centímetro de su dureza, sintiendo cómo respondía a cada movimiento de mis dedos. Mi boca, entreabierta, lo rodeó lentamente, dejando que entrara, dejándome saborear el calor y la firmeza de su miembro en mi lengua. Héctor dejó escapar un suspiro profundo, cerrando los ojos mientras mis labios comenzaban a moverse rítmicamente, envolviéndolo, saboreándolo, mientras mi lengua jugueteaba con la punta.

Cada sonido que escapaba de sus labios me excitaba aún más. Mi cuerpo vibraba de deseo, y mis propias caderas comenzaron a moverse inconscientemente, como si mi cuerpo estuviera buscando un alivio que solo ellos podían darme. La mano de Héctor se posó suavemente en mi nuca, guiándome, marcando el ritmo, mientras mi boca lo tomaba cada vez más profundo, con cada vez menos espacio para respirar.

Mi marido, desde el sofá, se desabrochó el pantalón, y pude verlo también completamente excitado, acariciándose mientras disfrutaba del espectáculo. Sus ojos brillaban con un deseo tan intenso que sentí un escalofrío recorrerme. Me encantaba saber que lo que estaba haciendo, entregándome a otro hombre frente a él, era algo que ambos disfrutábamos tanto.

Después de unos minutos, Héctor me levantó suavemente y, sin soltarme, me condujo hacia el sofá, donde mi esposo se había acomodado para vernos de cerca. Me senté en medio de ambos, con mi falda todavía levantada, y sentí cómo sus manos me rodeaban, acariciando mi cuerpo al mismo tiempo, disfrutando cada centímetro de piel que tenían al alcance. Sabía que esta noche apenas comenzaba, y no tenía idea de hasta dónde llegaríamos, pero estaba más que dispuesta a descubrirlo.

Sentada entre ambos, sentía las manos de Héctor y de mi marido explorando mi cuerpo, acariciándome, apretando mis muslos, mi culo, mis pechos a través de la blusa. Sus dedos jugaban con mi piel, dejándome sin aliento. La excitación era tan intensa que cada roce, cada suspiro de ellos, me hacía estremecer. Mi cuerpo se entregaba completamente, sumergido en ese juego de placer.

Héctor tomó la iniciativa y empezó a desabotonar mi blusa lentamente, botón por botón, con una calma que casi me desesperaba. Yo mantenía los ojos cerrados, dejándome llevar por sus manos firmes y seguras, sintiendo cómo la tela caía a medida que desabrochaba cada botón. Al final, me quitó la blusa por completo, dejándome solo con el colaless y las medias liguero. Mis pechos, aunque pequeños, estaban duros, mis pezones rosados sensibles y expuestos al aire, que los hacía endurecer aún más.

Mi esposo sonrió, complacido, y murmuró: “Qué hermosa te ves, amor”. Sentí su mirada recorriéndome, como si me estuviera devorando solo con los ojos, disfrutando de verme completamente vulnerable y dispuesta. Héctor, sin decir una palabra, inclinó la cabeza hacia mí y comenzó a besarme el cuello, suave al principio, pero luego sus labios se volvieron más demandantes. Mordía y lamía mi piel, dejándome pequeñas marcas que parecían reclamarme, como si estuviera marcando su territorio.

Las manos de Héctor continuaron su recorrido, y una de ellas bajó hasta mis pechos, jugando con mis pezones, pellizcándolos ligeramente, haciéndome gemir con cada caricia. La mezcla de dolor y placer era abrumadora, y sentía cómo mi cuerpo se rendía completamente a su toque. Mi marido, mientras tanto, se acercó a mi oído y comenzó a susurrarme cosas sucias, diciéndome lo hermosa que me veía, lo mucho que le excitaba verme siendo tomada por otro hombre. Sus palabras me hacían estremecer, aumentaban mi deseo y me dejaban aún más vulnerable, sin control de lo que sucedía a mi alrededor.

Héctor, en un movimiento seguro, me levantó de la cintura y me giró, dejándome de espaldas a él, apoyada contra su pecho. Sentí su calor, su firmeza detrás de mí, y sus manos descendieron hasta mis caderas, agarrándolas con fuerza. Mi esposo se arrodilló frente a mí, sosteniéndome las manos mientras Héctor seguía explorando mi cuerpo desde atrás. Estaba atrapada entre ambos, completamente expuesta y sumisa, entregada a sus deseos.

Mi marido bajó su rostro hacia mis pechos y empezó a lamer mis pezones, pasando su lengua lentamente alrededor, mientras sus manos recorrían mis costados. Sentía sus labios y su lengua, y cómo sus dientes rozaban mis pezones en una mezcla de placer y un toque de dolor que me dejaba sin aliento. Mientras tanto, las manos de Héctor, grandes y firmes, se deslizaban por mis caderas y mis muslos, subiendo y bajando, amasando mi culo con deseo, disfrutando de cada curva que tanto había trabajado.

“Estás hecha para esto, amor…”, murmuró mi marido, sin dejar de jugar con mis pechos, mientras Héctor, detrás de mí, presionaba su miembro duro contra mi espalda baja, haciéndome sentir su tamaño, su deseo por mí. La presión y el calor de su erección me ponían aún más nerviosa, aún más ansiosa. Mi cuerpo ya no respondía a nada más que al placer que ellos me estaban dando, y mi respiración se aceleraba con cada segundo.

Héctor tomó mi cintura y, con una suavidad inesperada, me hizo girar para enfrentarme a él nuevamente. Miró mi rostro, sonrió con esa expresión segura y seductora, y luego bajó su mirada hacia mi colaless. Sin prisa, deslizó sus manos por mis caderas, y poco a poco, bajó la tela transparente, exponiéndome completamente. Mi conchita estaba empapada, y él lo sabía. Su mirada era de aprobación, y con una de sus manos, acarició mis muslos, acercándose cada vez más al centro de mi humedad.

Mi esposo, que aún estaba arrodillado frente a mí, tomó la iniciativa de bajar también, y sin decir nada, deslizó su lengua por mi interior. Un gemido escapó de mis labios; su lengua cálida y hábil me hizo arquear la espalda y apretar los dedos de los pies. Héctor, mientras tanto, se inclinó hacia mí y empezó a besarme nuevamente, sus labios en mi cuello, en mis hombros, en mis labios. Sus manos y su boca se coordinaban con las caricias de mi marido, llevándome a un estado de éxtasis puro.

La lengua de mi esposo no paraba, moviéndose con experiencia, sabiendo exactamente cómo tocarme para hacerme perder el control. Mientras tanto, las manos de Héctor recorrían mis senos y mi culo, apretando y acariciando cada rincón de mi cuerpo, como si estuviera adorándolo. No sabía cómo aguantar tanto placer al mismo tiempo, cómo soportar esa mezcla de sensaciones que me dejaban sin aire, vulnerable y entregada.

Héctor, notando que estaba al borde, me susurró al oído: “Aguanta, señorita, apenas vamos empezando”. Su voz profunda y dominante me hizo temblar. No sabía si podría aguantar mucho más, pero al mismo tiempo, quería dárselo todo, dejarme llevar por ellos completamente.

Mi esposo, viendo mi reacción, sonrió y se levantó, mirándome directamente a los ojos. Sabía que estaba a punto de venirme, que mi cuerpo estaba tan cerca de explotar de placer. Héctor me tomó por la cintura y me guió hacia el sofá, sentándome suavemente y separándome las piernas, exponiéndome totalmente frente a ambos. Me miraron como si fuera un manjar, como si fuera algo precioso que estaban a punto de devorar.

Héctor se arrodilló entre mis piernas y me miró con esos ojos oscuros, llenos de deseo. Mi respiración estaba agitada, y mis pechos subían y bajaban rápidamente mientras lo veía acercarse. Sin dejar de mirarme, deslizó un dedo lentamente por mi humedad, sintiendo cuánto lo deseaba, cuánto me había preparado para él. Sus dedos, largos y firmes, entraron en mí suavemente, explorando, sintiendo cada rincón de mi interior. Mi espalda se arqueó, y un gemido profundo escapó de mis labios.

Mientras tanto, mi esposo se sentó a mi lado en el sofá, acariciando mi cabello, mirándome con orgullo y deseo. Él sabía que me estaba entregando por completo, que estaba viviendo el placer más intenso de mi vida, y eso lo complacía.

Héctor comenzó a mover sus dedos dentro de mí, aumentando el ritmo poco a poco, mientras su otra mano acariciaba mi cadera y mi muslo, apretando con firmeza. Mi respiración se hizo aún más rápida, y mis gemidos se volvían cada vez más intensos, cada vez más incontrolables. Sentía que el clímax se acercaba, que mi cuerpo no aguantaría más.

Y entonces, Héctor se inclinó y posó sus labios justo encima de mi cltris, succionándolo suavemente, enviando una oleada de placer que recorrió cada fibra de mi ser. Mi mente se desvaneció en ese instante, y el mundo a mi alrededor desapareció. Todo lo que podía sentir era la intensidad de su boca, sus dedos, el calor de sus labios llevándome al límite.

Con un último susurro, Héctor dijo: “Entrégate, señorita. Y esas palabras fueron la chispa final. Mi cuerpo se estremeció, y el clímax me atravesó como una descarga eléctrica, dejándome sin aliento, temblando, mientras ambos me observaban, complacidos, disfrutando cada segundo de mi entrega.

Quedé ahí, recostada en el sofá, con mi cuerpo temblando aún por las olas de placer que acababan de recorrerme. Sentía mis músculos relajados, mi respiración agitada, y una sonrisa satisfecha se dibujaba en mis labios. Sin embargo, sabía que la noche apenas empezaba y que ellos no habían terminado conmigo. Mis dos hombres me miraban con una intensidad que prometía más, que prometía llevarme a lugares que aún no había explorado.

Héctor se levantó, observando cómo mi cuerpo se recuperaba lentamente de ese primer clímax. Se acercó a mi marido y compartieron una mirada cómplice, casi como si estuvieran planeando algo sin que yo lo supiera. Mi esposo le hizo una seña, y Héctor asintió, quitándose el resto de la ropa con calma. Observé cómo se deshacía de sus prendas, quedando completamente desnudo frente a mí. Su cuerpo era robusto, fuerte, y su erección, que parecía aún más imponente a la luz tenue, me hacía sentir una mezcla de nervios y excitación.

Mi esposo se acercó a mí y, con una sonrisa traviesa, deslizó una mano por mi cabello, acariciándome con suavidad. “¿Estás lista para seguir, amor?” me preguntó, su voz suave pero con un toque de autoridad. Asentí, sin poder articular palabras, completamente dispuesta a lo que ambos quisieran hacerme.

Mi marido me ayudó a levantarme del sofá y me colocó de pie, frente a Héctor, quien me miraba con una mezcla de deseo y ternura que me sorprendió. Héctor deslizó sus manos por mis caderas y me atrajo hacia él, pegándome a su cuerpo cálido. Pude sentir la firmeza de su pecho contra mis senos desnudos, su respiración acelerada mientras sus manos recorrían mi espalda, acariciándome suavemente. Me incliné hacia él y, con un impulso, lo besé, profunda y apasionadamente, entregándome por completo a ese momento.

Mientras nos besábamos, sentí las manos de mi marido recorriendo mis caderas y deslizándose hacia abajo, hasta mis muslos. Su toque era delicado pero firme, como si estuviera apreciando cada centímetro de mi piel, como si cada rincón de mi cuerpo fuera un territorio que él ya conocía a la perfección. Me estremecí al sentir sus dedos acariciando la parte interna de mis muslos, acercándose lentamente a mi centro, que seguía húmedo y sensible después del clímax que había experimentado hace solo unos momentos.

Héctor se separó ligeramente de mí, mirándome a los ojos, y luego susurró en mi oído: “Quiero verte disfrutar, quiero verte perder el control”. Su voz era baja y grave, y sentí un escalofrío recorrerme. Sin decir más, me guió suavemente hacia el sofá y me ayudó a recostarme nuevamente, esta vez con mis piernas ligeramente separadas. Mi esposo se sentó a un lado, acariciando mi pierna, mientras Héctor se arrodillaba entre mis piernas, mirándome con esos ojos oscuros llenos de deseo.

Con una calma que casi me desesperaba, Héctor empezó a besarme desde los tobillos, subiendo por mis piernas lentamente, recorriendo cada centímetro de mi piel con sus labios, su lengua, y sus manos. Sentía sus caricias cada vez más cerca de mi centro, y mi respiración se hacía más pesada con cada beso. Finalmente, llegó a mis muslos y, sin romper el contacto visual, bajó su rostro hasta mi intimidad, besándome allí con una suavidad que me hizo gemir de inmediato. Mi clítoris ya estaba sensible, y cada roce de sus labios me hacía estremecer.

Mi esposo, sentado a mi lado, se inclinó hacia mí y empezó a besarme en el cuello, susurrándome palabras sucias, diciéndome lo hermosa que me veía así, entregada a ambos, completamente vulnerable y abierta a cada sensación. Su voz y sus besos en mi cuello se mezclaban con el placer que Héctor me estaba dando entre las piernas, y sentía cómo una nueva ola de excitación se acumulaba dentro de mí.

Héctor aumentó la intensidad de sus caricias, su lengua moviéndose rítmicamente, mientras sus manos se aferraban a mis caderas, manteniéndome en su control, guiándome hacia otro clímax que no tardaría en llegar. Mis gemidos llenaban la habitación, y mi cuerpo reaccionaba a cada toque, a cada movimiento. Sentía cómo el calor subía y se acumulaba en mi centro, cómo cada segundo me llevaba más cerca del borde.

Justo cuando estaba a punto de alcanzar el clímax, Héctor se detuvo, mirándome con una sonrisa traviesa en los labios. Jadeé, sorprendida, y mis ojos lo miraron con una mezcla de frustración y deseo. Él simplemente sonrió y se acercó a mi rostro, besándome con suavidad, mientras sus manos acariciaban mis caderas.

“Quiero que lo disfrutes al máximo, Eva”, murmuró. “Esto es solo el principio”.

Mi esposo, que había estado observando la escena con una mirada de satisfacción, me ayudó a ponerme de pie y me susurró al oído: “Quiero verte en la cama, amor. Quiero que nos muestres lo que puedes hacer con nosotros dos”. Su tono era suave pero cargado de deseo, y mi cuerpo reaccionó de inmediato, emocionado ante la idea de lo que se avecinaba.

Me llevaron a nuestra habitación, donde la luz de la luna entraba por la ventana, iluminando la cama que ya estaba preparada para nosotros. Me recostaron en el centro, y ambos se colocaron a cada lado de mí, mirándome con deseo. Héctor se acomodó a mi lado derecho, mientras mi marido estaba a mi izquierda. Me sentía como la protagonista de una fantasía que apenas estaba comenzando.

Ambos comenzaron a acariciarme simultáneamente, sus manos recorriendo mi cuerpo con suavidad, pero con una firmeza que me hacía sentir deseada y completamente en sus manos. Héctor bajó su rostro hacia mi pecho y empezó a besar mis pezones, mientras mi esposo recorría mi abdomen con sus manos, acariciando mi piel y acercándose lentamente a mi centro, que seguía palpitante y ansioso por más.

Sentía las manos de ambos por todas partes, sus labios, sus caricias, su deseo envolviéndome y llevándome a un estado de completa entrega. Mi cuerpo reaccionaba a cada toque, a cada beso, y me dejé llevar, disfrutando de esa atención compartida, de ser el centro de su deseo, de ser el objeto de su placer.

Finalmente, mi esposo se colocó detrás de mí y me giró suavemente para que quedara de espaldas a él, mientras Héctor se colocaba frente a mí, con su erección palpitante a pocos centímetros de mi rostro. Sin pensarlo, acerqué mi boca y comencé a besarlo suavemente, disfrutando cada segundo, cada momento en el que ellos me guiaban y yo me dejaba llevar. Al mismo tiempo, sentí a mi esposo acomodarse detrás de mí, sus manos en mi cadera, mientras sus labios recorrían mi espalda con ternura.

Héctor tomó mi rostro entre sus manos, guiándome con delicadeza, mientras yo seguía explorando su cuerpo con mis labios y mis manos. Al mismo tiempo, mi esposo comenzó a mover sus caderas detrás de mí, haciéndome sentir su erección presionando contra mi piel, cada vez más cerca, cada vez más íntimo. Estaba completamente rodeada, atrapada en un torbellino de placer que me hacía perder el sentido del tiempo.

Mis gemidos se intensificaron a medida que ambos hombres me llevaban a ese límite entre la realidad y el deseo más profundo. Sentía sus cuerpos envolviéndome, sus manos y labios marcándome, reclamándome. Estaba entregada, sumergida en un mar de sensaciones, sin saber dónde acababa uno y empezaba el otro.

Esta noche, era suya, completamente, y yo no quería que acabara jamás.

++

Estaba atrapada entre ellos dos, mis sentidos sobrecargados, mi cuerpo entregado por completo a esa experiencia que, hasta hace poco, solo había existido en nuestras fantasías. Héctor y mi esposo, cada uno a su manera, se aseguraban de que sintiera el placer más profundo y absoluto. En ese momento, no había vergüenza, no había límites, solo un deseo intenso de vivirlo todo.

Héctor, con una sonrisa pícara, comenzó a intensificar sus movimientos, mirándome a los ojos como si quisiera dejarme claro que esta experiencia era tanto suya como mía. Sus manos firmes en mis caderas me mantenían en su control, y yo me dejaba llevar, con mis piernas temblando y mi respiración entrecortada. Al mismo tiempo, sentía el toque de mi esposo, sus caricias y besos en mi cuello y en mi espalda, creando una mezcla de sensaciones que me hacían sentir pequeña, sumisa, pero increíblemente poderosa.

Mis gemidos se mezclaban con el susurro de sus palabras sucias, alentándome, diciéndome lo hermosa que me veía así, entre ellos, tan deseada. Mi esposo me sujetaba con fuerza, sus manos recorriendo cada centímetro de mi piel, mientras Héctor, en frente de mí, me hacía sentir como si mi cuerpo estuviera a punto de explotar de placer.

Llegué a un punto en el que ya no podía pensar, no podía racionalizar nada de lo que sentía. Todo era puro instinto, puro deseo. Mi cuerpo reaccionaba automáticamente, mis caderas moviéndose al ritmo que ellos marcaban, mis manos aferrándose a Héctor, mi espalda arqueándose contra el pecho de mi marido. Estaba en trance, perdida en ese océano de sensaciones, y sabía que el clímax final estaba cerca, tan cerca que podía casi sentirlo recorriendo mi piel.

Y entonces, sucedió. Una ola de placer me atravesó, mucho más intensa que cualquier otra que hubiera experimentado. Grité, sin contenerme, y mis piernas temblaron mientras mi cuerpo se rendía por completo. Sentía mis músculos tensarse, mi piel ardiendo, y en ese momento, todo desapareció. Solo existíamos nosotros tres, enredados, respirando al unísono, nuestros cuerpos moviéndose en perfecta sincronía.

Héctor y mi esposo me sostuvieron mientras mi cuerpo se estremecía con las últimas ondas de placer. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero cuando finalmente abrí los ojos, los dos me miraban con una mezcla de ternura y satisfacción. Héctor, sin soltarme, me besó suavemente en la frente, como si estuviera agradeciéndome por haber compartido este momento con él. Mi esposo, por su parte, me acarició el rostro y me susurró al oído: “Eres increíble, mi amor. Esto fue todo lo que imaginé y más”.

Nos quedamos ahí un momento, los tres en silencio, disfrutando de la intimidad y de la conexión que habíamos creado. Héctor se levantó primero, dándonos a entender que era el momento de retirarse, y se vistió en silencio, con una sonrisa tranquila en los labios. Antes de irse, se acercó a mí y a mi esposo, dándonos un abrazo a ambos, y se despidió con una mirada que decía más de lo que cualquier palabra podría expresar.

Cuando finalmente nos quedamos solos, mi esposo me abrazó con fuerza, y sentí que supe en ese instante lo que significaba todo esto para nuestra relación. No había celos, no había dudas. Lo que acabábamos de vivir había fortalecido nuestro vínculo, había encendido algo en nosotros que quizás necesitaba ser despertado.

Nos recostamos juntos en la cama, y él me acarició el cabello mientras yo me acurrucaba en su pecho. Ninguno de los dos habló; no hacía falta. Sabíamos que esta experiencia quedaría grabada en nosotros, como un secreto compartido, como una fantasía cumplida. En ese momento, supe que nuestra relación era más sólida y auténtica que nunca.

Antes de quedarnos dormidos, él me susurró al oído, suavemente: “Gracias, amor, por confiar en mí. Esto solo nos pertenece a nosotros”. Yo le respondí con un beso suave, y ambos cerramos los ojos, entregándonos al cansancio satisfecho, al placer profundo de saber que nos pertenecíamos completamente, sin miedo y sin reservas.

Esa noche, fui la mujer de ambos. Y para siempre, sabría que esa parte de mí era solo de él, solo de mi esposo. Porque al final, ese amor, esa complicidad, y esa entrega… eran solo para él.

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