La música de fondo envolvía el salón mientras las luces cálidas iluminaban los rostros de los empleados. Era una posada como tantas, con risas, brindis y una vibra más relajada que de costumbre. Yo me encontraba en mi mesa, rodeada por mis compañeros de contabilidad, tratando de no llamar demasiado la atención. Pero algo en mí esa noche estaba distinto: llevaba un vestido negro que marcaba mi cintura y medias que subían hasta donde nadie más podía ver. Sabía que me veía bien, y aunque no lo admitiera, disfrutaba esa seguridad que me daba notar las miradas furtivas de algunos.
Sin embargo, había una en particular que deseaba captar, aunque nunca pensé que lo lograría. Fernando. El gerente de marketing. Había algo en su forma de moverse, de hablar, que siempre me había intrigado. Esa noche lo vi al otro lado del salón, charlando con su equipo, y no pude evitar observarlo mientras reía. Su camisa blanca le quedaba impecable, las mangas remangadas dejando ver unas muñecas delgadas, pero firmes, y su gesto relajado, el de alguien que se siente cómodo siendo el centro de atención.
Después de la cena, empezaron las actividades de integración. Las típicas dinámicas que a muchos les resultan incómodas, pero yo estaba lo suficientemente relajada como para seguir el juego. Fue entonces cuando el animador pidió voluntarios para un karaoke en parejas. Antes de que pudiera darme cuenta, mi nombre apareció en la pantalla junto al de alguien más. Y cuando levanté la mirada, ahí estaba él. Fernando.
Mi corazón dio un vuelco. Caminé hasta el escenario con una sonrisa que intentaba disimular los nervios. Él me recibió con esa calidez suya, la misma que lo hacía destacar entre todos.
—Bueno, parece que el destino nos puso juntos —bromeó, ofreciéndome un micrófono.
La canción era un clásico romántico, de esos que todos conocen, y aunque no soy precisamente una cantante talentosa, me dejé llevar por el momento. Mientras cantábamos, sus ojos no se apartaban de los míos, y poco a poco la sala desapareció. Sólo estábamos él y yo, compartiendo una conexión inexplicable. Su voz grave resonaba cerca, y en más de un momento, sus dedos rozaron los míos al ajustar el micrófono. Fue un roce insignificante, pero sentí cómo mi piel se erizaba.
Cuando terminamos, hubo aplausos y risas, pero algo había cambiado. Mientras bajábamos del escenario, él me rozó ligeramente la espalda, guiándome con una confianza natural que me desarmó.
—Cantaste muy bien —me dijo al oído, con una sonrisa ladeada.
—Gracias… tú también. No sabía que tenías tan buena voz.
—Hay muchas cosas que no sabes de mí —respondió, y su mirada, intensa y divertida, me dejó sin palabras.
El resto de la noche lo sentí más cerca de lo habitual. Aunque estaba con su equipo, sus ojos volvían a buscarme de vez en cuando, y el calor en mi pecho no hacía más que crecer. Cerca de la medianoche, comenzaron a retirarse algunos compañeros, pero yo no tenía prisa por irme. Fue entonces cuando lo vi acercarse a la barra, donde yo pedía mi última copa de vino.
—¿Te diviertes? —preguntó, colocándose a mi lado.
—Bastante. ¿Y tú?
—Ahora sí.
Su respuesta me tomó por sorpresa, y no pude evitar reír. Estábamos solos en ese rincón del salón, lejos del bullicio. Su cercanía era electrizante, y la forma en que su mirada bajaba fugazmente a mis labios me hizo morderlos, casi de manera inconsciente.
—Me sorprendiste cantando. No esperaba que alguien de contabilidad se animara tanto.
—Tal vez somos más divertidos de lo que parece —respondí, sintiendo cómo la conversación se volvía más íntima.
Él rió suavemente, inclinándose un poco más hacia mí. La conversación fluyó con una naturalidad desconcertante. Hablamos de todo y de nada, y cuanto más hablábamos, más intensa se volvía la tensión entre nosotros. Sus dedos jugaban con el borde de su vaso, y en un momento, su mano rozó la mía sobre la barra. Esta vez, no fue un accidente.
Mi corazón latía con fuerza, pero no me aparté. En cambio, levanté la mirada hacia él y noté que su sonrisa había desaparecido, sustituida por una expresión mucho más seria. Sus ojos oscuros parecían buscar una señal en los míos, y aunque sabía que estaba mal, no podía detenerme.
—¿Quieres salir un momento? Aquí está muy ruidoso —sugirió, su voz apenas un susurro.
Asentí, incapaz de confiar en mi voz. Caminamos hacia la terraza, un espacio casi vacío donde el aire frío de la noche nos envolvió. El contraste con el calor que sentía en mi piel era abrumador. Nos apoyamos en la barandilla, mirando la ciudad iluminada.
—No suelo hacer esto —dijo, rompiendo el silencio.
—Yo tampoco.
Nuestras miradas se encontraron, y fue como si el tiempo se detuviera. No sé quién dio el primer paso, pero de pronto su mano estaba en mi cintura, y mis labios buscaron los suyos con una urgencia que no había sentido en mucho tiempo. Su boca era cálida, segura, y el sabor del vino en sus labios me hizo perder la cabeza.
El beso fue intenso, profundo, pero cuando sus manos comenzaron a deslizarse hacia mis caderas, un carraspeo detrás de nosotros nos hizo separarnos de golpe. Era un compañero que salía a fumar. La chispa quedó suspendida en el aire, y aunque ambos tratamos de disimular, sabía que él lo había notado.
—Creo que será mejor volver adentro —dije, tratando de recuperar el aliento.
—Sí, tienes razón.
Pero antes de que pudiera alejarme, Fernando se inclinó de nuevo, sus labios rozando mi oído.
—Esto no termina aquí.
Sin decir más, regresamos al salón. Él volvió con su equipo, y yo con el mío, pero todo se sentía diferente. Mi piel aún ardía donde sus manos habían estado, y su voz seguía resonando en mi mente.
«Esto no termina aquí.»
Antes de sentarse, me lanzó una última mirada, intensa y cargada de promesas.
De vuelta en mi asiento, fingí escuchar a mis compañeros, pero mi cabeza estaba en otro lugar. Cada vez que lo veía reír o inclinarse hacia alguien en su mesa, esa frase volvía a encenderme. Mi copa estaba vacía, pero yo seguía embriagada. La fiesta continuaba, pero yo sólo podía pensar en él.
El dueto – Parte 1